Podcast: Fresa y chocolate. Así fue como el cine cubano salió del clóset

Sigue explorando el Cine Cubano en Voz Alta.
Descubre más episodios, análisis y lecturas críticas sobre el cine cubano contemporáneo y su lenguaje.
Transcripción
Podcast: Fresa y chocolate. Así fue como el cine cubano salió del clóset
Bienvenidos (as) a Amaelespañol, el español cubano contado desde sus películas. Este es el podcast Cine cubano en voz alta, un viaje por el cine cubano para entender su lengua, desde lo que sus historias muestran… y también desde lo que callan.
Hola, soy Ada Iglesias, profesora de español —especialmente en su variante cubana— y doctorante en cine cubano contemporáneo. En este podcast, Cine Cubano en Voz Alta, analizamos cómo el cine cubano revela aquello que no siempre puede expresarse de manera frontal: a veces a través del lenguaje, otras a través del cuerpo, el deseo, el silencio o el caos.
Hoy quiero hablarte de una de las películas más complejas, sensibles y transformadoras del cine cubano contemporáneo: Fresa y Chocolate, dirigida en 1993 por Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío. Esta obra nace del encuentro entre dos hombres, David, un joven militante comunista, y Diego, un intelectual homosexual marginado. Desde esa relación, aparentemente íntima, la historia plantea preguntas esenciales sobre identidad, ideología, nación, deseo y libertad. No estamos simplemente ante un relato de amistad o desencuentro; estamos ante una reflexión profunda sobre los lenguajes del poder y del afecto, sobre cómo se habla, cómo se desea y cómo se imagina la nación en un momento de crisis moral y económica.
Por primera vez en el cine cubano, Fresa y Chocolate llevó a la pantalla grande una representación honesta, compleja y profundamente humana de la homosexualidad, no como desviación ni caricatura, sino como eje ético, político y afectivo del relato. Nunca antes una película producida dentro de las instituciones culturales del país había cuestionado de manera tan directa los pilares morales de la Revolución ni había puesto en el centro a un personaje homosexual cuya sensibilidad, inteligencia y lucidez desarmaran la pedagogía del “hombre nuevo”. Por primera vez, Cuba se vio obligada a mirarse en un espejo distinto: uno donde el deseo no era deformado por la censura, donde la diferencia dejaba de ser amenaza para convertirse en posibilidad, y donde la nación podía imaginarse desde la pluralidad, la ternura y la disidencia afectiva. Con Fresa y Chocolate, el cine cubano abrió una grieta luminosa en la narrativa oficial, marcando un antes y un después en la manera de hablar de género, ideología y cubanía.
Fresa y Chocolate aborda también el tema de la religión y del sincretismo, algo inusual (de manera tan explícita) en la gran pantalla cubana, sobre todo si consideramos que el país se definía oficialmente como ateo mientras la mayoría de la sociedad seguía siendo profundamente devota. La película rompe ese silencio institucional y muestra un universo donde lo religioso está plenamente integrado en la vida cotidiana: no como doctrina, sino como conversación íntima con las deidades. Tanto en la casa de Diego como en la de Nancy aparece un pequeño Olimpo cubano donde conviven santos católicos, figuras yoruba y símbolos patrios sin jerarquías, en un sincretismo naturalizado donde se les habla, se les amenaza y se les exige, como si formaran parte activa del drama humano. Esa familiaridad con lo sagrado revela una espiritualidad profundamente arraigada que la ideología oficial no logró desactivar, y convierte la religión en un territorio estético y afectivo desde el cual la película piensa la nación y sus contradicciones.
En Fresa y Chocolate, la dimensión de género se convierte rápidamente en el espacio donde se revelan las fisuras del proyecto revolucionario. Rufo Caballero afirmaba que la película puede leerse como una defensa radical de la elección personal, ya sea sexual, ideológica o afectiva, pero también como la historia del nacimiento de un gran amor homosexual, incluso si ese amor no se consuma físicamente. El conflicto central enfrenta dos modelos de masculinidad que chocan desde sus bases: por un lado, el “hombre nuevo” revolucionario, viril, disciplinado, austero, vigilado ideológicamente; por otro, la masculinidad disidente de Diego, un hombre culto, irónico, creyente, profundamente sensible y homosexual.
Durante décadas, la homosexualidad se vio como una amenaza al ideal revolucionario. Diego encarna precisamente lo que la Revolución deseaba expulsar: la sensibilidad, el pensamiento crítico, la fe, la memoria cultural, el culto estético. David, en cambio, reproduce la masculinidad ortodoxa. Su cuerpo, sus silencios y sus palabras responden a la vigilancia ideológica. Pero algo cambia cuando se aproxima a Diego: ese cuerpo vigilado empieza a transformarse, y en esa transformación comienza un proceso de autoconciencia donde la vulnerabilidad adquiere fuerza y el deseo se convierte, más que en transgresión, en una forma de conocimiento. Rufo Caballero lo describe como “la historia de un desnudamiento”: David pierde máscaras mientras reconoce en Diego la transparencia de quien ya no simula nada.
Reinier Barrios profundiza esta lectura cuando señala que Diego posee un cuerpo asociado a la virilidad dominante —musculoso, velludo, imponente— pero lo habita con gestos que la cultura asocia tradicionalmente a lo femenino. En cambio, David tiene un cuerpo más frágil y vulnerable. Esa inversión produce un espacio político donde la masculinidad deja de ser un bloque monolítico y se vuelve terreno en disputa. El cuerpo se transforma en un texto que contradice la pedagogía del “hombre nuevo” y abre la posibilidad de imaginar otras masculinidades, más ambiguas, más complejas, menos disciplinadas.
Lo femenino cumple una función mediadora dentro de este triángulo emocional. Nancy, la vecina de Diego, encarna la vitalidad popular y, también, la vulnerabilidad femenina en un sistema patriarcal donde todo se observa, se juzga y se regula. Ella y Diego comparten la experiencia de la marginalidad, una ética del afecto y una lucha cotidiana por la sobrevivencia. La película deja claro que, a pesar del discurso igualitario de la Revolución, las jerarquías de género se reprodujeron dentro del mismo sistema que pretendía eliminarlas. Y la exnovia de David amplía esta crítica: su relación con él condensa la hipocresía moral del entorno. En la escena de la posada, adonde la lleva David para tener sexo, ella lo acusa de quererla solo por deseo. Sin embargo, más tarde se casa con otro hombre y emigra a Italia “para vivir bien”. Su frase, “David, yo quiero vivir bien, tener una familia, vestirme”, denuncia cómo el cuerpo femenino también puede convertirse en instrumento de ascenso o de supervivencia dentro de un sistema lleno de contradicciones.
Diego, en cambio, encarna la ética del amor en su sentido más amplio. No es un amor posesivo ni carnal: es una fidelidad afectiva, un compromiso emocional que busca el bienestar del otro. El sacrificio que hace al favorecer la relación entre David y Nancy, aun sabiendo la importancia simbólica que tiene la virginidad de David, no nace de la renuncia resentida, sino de la generosidad. Frente a la moral revolucionaria del sacrificio colectivo, Diego propone otra moral: la de la intimidad, la lealtad y el afecto. En su cuerpo, el placer es resistencia; en su palabra, el deseo es pensamiento. Y desde ahí la película demuestra algo profundamente foucaultiano: todo poder que intenta gobernar los cuerpos termina gobernando la vida, disciplinándola, administrándola. Pero es precisamente en la zona del deseo donde se filtra la libertad.
El campo de batalla simbólico de la película es, sin embargo, la palabra. Fresa y Chocolate articula su conflicto ideológico a través de dos registros completamente opuestos. David utiliza el léxico del aparato ideológico del Estado: compañero, principios, utilidad social. No es un lenguaje que surja de su experiencia, sino de la repetición; un lenguaje que no comunica, sino que legitima. Diego, en cambio, habla desde la libertad interior: su tono culto, irónico, barroco, su devoción por Wilde, Lezama, Lorca o Cavafis; su gusto por la estética cotidiana —el té, la música, la conversación— convierten la palabra en una forma de resistencia. Este contraste dramatiza la interpelación ideológica que Althusser describe: la manera en que el poder nos nombra para hacernos sujetos obedientes. En la película, David repite consignas; Diego produce pensamiento.
La puesta en escena refuerza esta construcción. Los interiores cálidos, barrocos y llenos de objetos simbólicos de “La Guarida” contrastan con los espacios institucionales donde vive David: la residencia universitaria, las calles llenas de murales y consignas, los mítines, las colas. La Revolución ocupa el exterior; la libertad ocupa el interior. Esta distinción visual produce un ritmo emocional donde cada movimiento de la cámara revela qué espacio pertenece al poder y cuál a la intimidad.
La palabra revolucionaria, además, define su poder nombrando al otro: maricón, degenerado, contrarrevolucionario. Estas categorías no describen: producen realidades. Y Diego subvierte ese mecanismo al reapropiarse del insulto y convertirlo en gesto irónico. Judith Butler lo llamaría “la exclusión constitutiva”: el poder necesita producir al marginado para sostener su propia identidad. Pero el marginado, al devolver el significante, revela la grieta del sistema.
En Fresa y Chocolate, más que el enfrentamiento, es la conversación la que se convierte en acto político. Titón y Tabío construyen un tempo pausado, sostenido en la escucha, donde el aprendizaje ideológico no es impuesto, sino descubierto.
La dimensión sociolingüística complementa este tejido. La película se despliega en una Habana que es a la vez escenario, personaje y archivo ideológico. Los murales del Che, Martí, Fidel o Camilo forman parte del paisaje, insertando la retórica revolucionaria en la vida cotidiana. La ciudad aparece bella y derruida, irónica y nostálgica. Diego lo expresa con brutal lucidez: “Vivimos en una de las ciudades más maravillosas del mundo; todavía estás a tiempo de ver algunas cosas antes de que se derrumbe y que se la trague la mierda”. Esta frase condensa la paradoja: belleza y ruina, ideal y desgaste, esperanza y desencanto.
La banda sonora —Cervantes, Lecuona, las habaneras— añade una capa melancólica que conecta la historia íntima con la historia cultural de Cuba. La música evoca exilio, nostalgia, mestizaje, identidad. Y la casa de Diego funciona como un museo íntimo donde conviven Servando Cabrera, Lezama, Rita Montaner, Amelia Peláez, Carlos Manuel de Céspedes, la Virgen de la Caridad, un hacha yoruba, Martí en un billete, Bola de Nieve. Esta “instalación plástica inclusiva” habla por el personaje, revelando una cubanía mestiza, plural, sensual, profunda. En ese santuario barroco, la belleza se convierte en desafío político frente a la austeridad revolucionaria.
La lengua refuerza todo esto. El español habanero —sus elisiones, aspiraciones, diminutivos y giros afectivos— sitúa la historia en un registro auténtico, íntimo y profundamente popular. Expresiones como “me tienes seco”, “chico” o “esta cafetera me tiene obstiná’” construyen un territorio lingüístico que contrasta con la rigidez del habla ideológica. Incluso palabras como compañero, revolución, maricón, arte o patria cambian completamente de sentido según quién las pronuncie, desde qué posición de poder y con qué intención. La lengua, así, se convierte en archivo emocional y político del país, en una memoria viva donde se inscriben la censura, la ternura, la resistencia y el deseo. Sobre este aspecto —el abordaje lingüístico y sociolingüístico de la película— profundizaré en un próximo episodio.
Hacia el final, la escena en la heladería Coppelia simboliza el cierre de un arco mucho más profundo que el meramente lingüístico. David imita la voz, la cadencia, el ritmo corporal y la gestualidad de Diego; reproduce su ironía, su pausa y su manera de habitar la palabra. No es solo que el disidente haya permeado al militante: es que su sensibilidad, su estética y su forma de estar en el mundo se han filtrado en él. La lengua del otro —su humor, su delicadeza, su mirada barroca— se convierte en puente y ya no en frontera. Ese gesto final muestra el triunfo de la sensibilidad sobre la rigidez, del mestizaje sobre la pureza, del diálogo sobre el dogma, y revela que, cuando la identidad se abre al contagio afectivo, incluso la estructura más sólida del poder empieza a resquebrajarse.
Por eso el abrazo final entre Diego y David es uno de los más conmovedores del cine cubano. Allí se condensa la culminación simbólica del deseo, la transmutación afectiva, la apropiación del otro como lenguaje, mirada y sensibilidad. Rufo Caballero decía que David se queda solo, pero transformado; Diego le ha revelado un mundo entero y luego se marcha. Ese abrazo sustituye el encuentro de los cuerpos que el drama sugiere: es un gesto de despedida y, al mismo tiempo, de nacimiento.
En definitiva, Fresa y Chocolate es una poética de la diferencia. Una reflexión sobre el cuerpo, la lengua y la cultura como espacios para pensar la nación. En la historia íntima entre Diego y David se reflejan las grandes tensiones de la Cuba posrevolucionaria: el deber y el deseo, la obediencia y la libertad, la pureza ideológica y el mestizaje afectivo. La película traduce estos conflictos en palabra, imagen y música, proponiendo que la verdadera revolución no es la del dogma, sino la del amor y el verbo. Entre la fresa y el chocolate, entre dos cuerpos, dos voces y dos Cubas, el filme invita a imaginar un país capaz de escucharse en su pluralidad y de reconocerse, finalmente, en la diferencia.
Y, al final, queda una pregunta: ¿qué pasa con una nación —con sus cuerpos, sus lenguajes, sus deseos— cuando empieza a escucharse a sí misma sin miedo a la diferencia?
Antes de despedirme, te invito a visitar mi sitio web:
www.amaelespanol.com
Allí encontrarás:
– el catálogo de cine cubano (en construcción),
– fichas técnicas,
– análisis discursivos,
– análisis lingüísticos con los minutos exactos donde aparece cada expresión,
– y los enlaces para ver las películas en línea.
Gracias por escuchar Cine Cubano en Voz Alta.
Nos escuchamos en el próximo episodio. No olvides suscribirte y dejar tu comentario: tu voz también forma parte de este diálogo sobre el cine cubano.
Sigue explorando el cine cubano en AmaELEspañol
Si te gustó este episodio, descubre más análisis, vocabulario y expresiones del español cubano en el blog Cine Cubano en Voz Alta.
Cada película abre una ventana distinta a la lengua y a la cultura de Cuba.



